Recuerdo
a mi padre haciendo en una olla un ponche de frutas y nosotros con zapatos
nuevos. Y el eterno árbol verde, grande, perfumando a pino la casa. Ese aroma a pino nuevo. Es olor a pino sin
fin. Un pino lleno de algodón simulando nieve cosa que yo no sabía. Para mí era
algodón que adornaba el árbol y a su aroma a madera recién cortada y a ese olor
que aun me fascina. ¿Regalos? No los recuerdo, aunque suene a ingratitud pero es
así. Pero hay una pascua que me marcó a fuego. Ese año nos compraron o nos
trajo el viejo pascuero. Creo que...
ya no creíamos, si es que alguna vez creímos en él… algo nos decía que mi padre las había comprado. Verdaderas pistolas de pistoleros, nuestro juego favorito y eterno. Esas peleas entre bandidos y el señor de la estrella en el pecho. Corríamos horas enteras haciendo disparos certeros con la boca, llevando entre nuestras manos pedazos de ramas con forma de pistolas. O bien restos de maderas cortadas por algún maestro y que coincidía maravillosamente con un flamante colt. Y ya, listo. A luchar, no sé porque lo hacíamos, solo sabíamos que ellos eran los malos y nosotros los buenos hasta que nos cansábamos de serlo y entonces cambiamos de lugar. Y luchábamos diariamente y caímos heridos diariamente y a veces no era verdad… no habíamos sentido la herida… pero nuestro contrincante lleno de rabia insistía diariamente, que sí, nos había herido y que debíamos caer al suelo. Pero esa noche, la pascua nos trajo revólveres a fulminantes los que miramos embelesados y que sin creerlo los tomamos como a joyas. Y ese día, el siguiente, fuimos más pistoleros que nunca y fuimos a la lucha porque esta vez teníamos el mundo en nuestras manos. Temblamos de pensar de como estallarían en nuestras manos esas maravillas. Y llegó el momento y disparamos, justo cuando el enemigo estaba en la mira apretamos el gatillo con saña, porque esta vez no podrían discutir nuestros certeros disparos y… apretamos, una, dos tres, pero solo el silencio respondió a nuestros esfuerzos, Y fue increíble. Insistimos y nada. Después, reunidos entre indios, amigos y enemigos intentamos usar nuestras brillantes armas y sí, esta vez sí dispararon pero fue una cosa mofletuda, un ruido gordo y soso. Un no disparo. Y pronto el rollo de pepitas negras pegadas a un frágil rollo papel de colores se agotó. Y las miramos y las dimos vueltas en nuestras manos. Olimos la pólvora quemada en el juguete y nos sentamos en el borde del camino a discutir sobre estas cosas y pronto, muy pronto, esa misma tarde o al día siguiente fueron quedando por ahí, solo por ahí, dejadas sobre una mesa, en un sillón o en el corredor junto al perro. Ahí, como cosas bonitas y que se llamaban revólveres y pronto volvimos a la guerra, a la lucha de verdad, con heridos que no querían ser heridos. Y volvimos ser pistoleros los que, cuando el sol del atardecer se estiraba sobre todo lo que nos rodeaba como un largo bostezo antes de dormir, se reunían a conversar, cansados y en paz, sobre sus proezas… a ti, yo te maté tres veces. ¿Dóooonde? Una sola vez, yo a ti te maté tres veces. Discusión que muchas veces mi madre interrumpía para que nos extrajéramos las balas y nos bebieramos la leche de la tarde.
ya no creíamos, si es que alguna vez creímos en él… algo nos decía que mi padre las había comprado. Verdaderas pistolas de pistoleros, nuestro juego favorito y eterno. Esas peleas entre bandidos y el señor de la estrella en el pecho. Corríamos horas enteras haciendo disparos certeros con la boca, llevando entre nuestras manos pedazos de ramas con forma de pistolas. O bien restos de maderas cortadas por algún maestro y que coincidía maravillosamente con un flamante colt. Y ya, listo. A luchar, no sé porque lo hacíamos, solo sabíamos que ellos eran los malos y nosotros los buenos hasta que nos cansábamos de serlo y entonces cambiamos de lugar. Y luchábamos diariamente y caímos heridos diariamente y a veces no era verdad… no habíamos sentido la herida… pero nuestro contrincante lleno de rabia insistía diariamente, que sí, nos había herido y que debíamos caer al suelo. Pero esa noche, la pascua nos trajo revólveres a fulminantes los que miramos embelesados y que sin creerlo los tomamos como a joyas. Y ese día, el siguiente, fuimos más pistoleros que nunca y fuimos a la lucha porque esta vez teníamos el mundo en nuestras manos. Temblamos de pensar de como estallarían en nuestras manos esas maravillas. Y llegó el momento y disparamos, justo cuando el enemigo estaba en la mira apretamos el gatillo con saña, porque esta vez no podrían discutir nuestros certeros disparos y… apretamos, una, dos tres, pero solo el silencio respondió a nuestros esfuerzos, Y fue increíble. Insistimos y nada. Después, reunidos entre indios, amigos y enemigos intentamos usar nuestras brillantes armas y sí, esta vez sí dispararon pero fue una cosa mofletuda, un ruido gordo y soso. Un no disparo. Y pronto el rollo de pepitas negras pegadas a un frágil rollo papel de colores se agotó. Y las miramos y las dimos vueltas en nuestras manos. Olimos la pólvora quemada en el juguete y nos sentamos en el borde del camino a discutir sobre estas cosas y pronto, muy pronto, esa misma tarde o al día siguiente fueron quedando por ahí, solo por ahí, dejadas sobre una mesa, en un sillón o en el corredor junto al perro. Ahí, como cosas bonitas y que se llamaban revólveres y pronto volvimos a la guerra, a la lucha de verdad, con heridos que no querían ser heridos. Y volvimos ser pistoleros los que, cuando el sol del atardecer se estiraba sobre todo lo que nos rodeaba como un largo bostezo antes de dormir, se reunían a conversar, cansados y en paz, sobre sus proezas… a ti, yo te maté tres veces. ¿Dóooonde? Una sola vez, yo a ti te maté tres veces. Discusión que muchas veces mi madre interrumpía para que nos extrajéramos las balas y nos bebieramos la leche de la tarde.
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