Mi padre y
la olla con ponche de frutas. Duraznos, azúcar, vino blanco, agua hervida. Ya
venía el año nuevo. Esas noches festivas siempre eran algo extrañas, lloraban y
reían. Nosotros como niños recibíamos el abrazo correspondiente. Nos abrazaban.
No abrazábamos como ahora. Eso sentía yo. No recuerdo los detalles solo un
revoltijo de abrazos entre mi abuela, mi madre y mi padre mientras...
la radio a todo volumen dejaba oír la canción nacional y luego… la cueca. La primera cueca del año nuevo. Ya era año nuevo, adiós al viejo, eso escuchaba mientras me sentía atrapado de pleno en ese estallido que me ponía nervioso. No entendía ese intangible paso y el por qué de tanto alboroto o algarabía. De ese tiempo no podría diferenciar un año nuevo de otro. Calcados. Eso sí que lo que siempre me ha quedado en la memoria es el estallido fuerte y peligroso de los “cuetes”. Unos armatostes redondos y de cartón plomo. Absolutamente prohibidos hoy en día. Artesanales. Cubiertos por detrás con un tampón de pólvora negra y dura y la mecha que salía del otro extremo y de un tapón similar y que cuando era prendida, lejos de la casa, había que huir de prisa. También estaban “las viejas” unos curiosos “cuetes” que no estallaban al ser prendido. Solo te “seguían” empujados por una cola de fuego y un sonido crepitante. A más de alguien esa cosa viva se metió bajo su falda o el pantalón y hubo llantos, porque quemaban. Seguro que era pólvora poco apretada y débilmente sellada en un extremo y el que se iba prendiendo lentamente, entre comillas. Había que estar muy atentos cuando se prendían “las viejas”. Pero eso sucedía todos los años, reconozco que era entretenido y siempre nuevo, pero inquietante. El ambiente se llenaba de un intenso olor a pólvora quemada. Era año nuevo y había que celebrar. Con los años entendí el por qué. Y entendí también el por qué a esos adultos que eran mi madre, mi abuela y mi padre se les apretaba el corazón y los ojos se les llenaban de lágrimas. Pero un año, un hecho unió mi año nuevo a mi pascua. Esa noche antes de las doce, mi padre saliéndose de todo protocolo, fue al ropero de su pieza y sacó un enorme armatoste y con paso decido salió al patio y segundo antes de las doce de la noche, apuntó al cielo y apretó el gatillo y... no pasó nada. Intentó varias veces más, luego y tras proferir un posible grueso garabato y sin mirar a nadie regresó a guardar esa maravillosa arma que de seguro nos salvaría de más de algún bandido, si llegaba la ocasión.
la radio a todo volumen dejaba oír la canción nacional y luego… la cueca. La primera cueca del año nuevo. Ya era año nuevo, adiós al viejo, eso escuchaba mientras me sentía atrapado de pleno en ese estallido que me ponía nervioso. No entendía ese intangible paso y el por qué de tanto alboroto o algarabía. De ese tiempo no podría diferenciar un año nuevo de otro. Calcados. Eso sí que lo que siempre me ha quedado en la memoria es el estallido fuerte y peligroso de los “cuetes”. Unos armatostes redondos y de cartón plomo. Absolutamente prohibidos hoy en día. Artesanales. Cubiertos por detrás con un tampón de pólvora negra y dura y la mecha que salía del otro extremo y de un tapón similar y que cuando era prendida, lejos de la casa, había que huir de prisa. También estaban “las viejas” unos curiosos “cuetes” que no estallaban al ser prendido. Solo te “seguían” empujados por una cola de fuego y un sonido crepitante. A más de alguien esa cosa viva se metió bajo su falda o el pantalón y hubo llantos, porque quemaban. Seguro que era pólvora poco apretada y débilmente sellada en un extremo y el que se iba prendiendo lentamente, entre comillas. Había que estar muy atentos cuando se prendían “las viejas”. Pero eso sucedía todos los años, reconozco que era entretenido y siempre nuevo, pero inquietante. El ambiente se llenaba de un intenso olor a pólvora quemada. Era año nuevo y había que celebrar. Con los años entendí el por qué. Y entendí también el por qué a esos adultos que eran mi madre, mi abuela y mi padre se les apretaba el corazón y los ojos se les llenaban de lágrimas. Pero un año, un hecho unió mi año nuevo a mi pascua. Esa noche antes de las doce, mi padre saliéndose de todo protocolo, fue al ropero de su pieza y sacó un enorme armatoste y con paso decido salió al patio y segundo antes de las doce de la noche, apuntó al cielo y apretó el gatillo y... no pasó nada. Intentó varias veces más, luego y tras proferir un posible grueso garabato y sin mirar a nadie regresó a guardar esa maravillosa arma que de seguro nos salvaría de más de algún bandido, si llegaba la ocasión.
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